viernes, 5 de abril de 2019


 

LA MOSCA NEGRA (Cuento premiado en el “Certamen Cuentos Cortos del Cordobazo”. Año 2010)

             
      Así habló él, aquella, su última noche:
       “Aquí tiene mi brazo,  puede tomarme la presión. Pero su trabajo será en vano porque ésta es mi última noche. He visto volar una mosca negra arriba de mi cabeza y es la muerte. Ella viene a buscarme.
    María, no me trate como a un chico, estoy seguro: Esta noche, no me deje solo. Dígame, usted terminó la ronda, no tendría un poco de tiempo para escuchar a este viejo moribundo. Mire a los pies de la cama; ahí la tiene ¿La ve?       
No, María, no se canse en echarla. Cuando ella lo decide,  nos transporta hacia la oscuridad. Acerque la silla marrón, es más cómoda. Lo que tengo para contarle es muy difícil, poco creíble.   Pero a esta altura de los acontecimientos, eso qué importa.
¿Cree en el rumor?  No cree, debería creer.  El rumor es el inicio, es la gestación del hecho. Es la fantasía reclamando que algo ocurra .No lo niegue, todas las enfermeras saben que la mosca negra,  cuando  ronda la cabeza de un enfermo,  es la muerte.  Este rumor ha convertido a la mosca en algo más que un insecto.  No, no la espante, igual va a volver. Ocupémonos de lo nuestro.  Del rumor. De lo maravilloso que puede ser el rumor. Fue en mi infancia cuando entendí la importancia de inventar rumores. En mi barrio, hice creer que los bichitos de luz ¿los conoce? Sí, las luciérnagas. Exacto. Rumoreé  que las luciérnagas  traían suerte y espantaban a los fantasmas. En aquella época, comprendí que el rumor no era efectivo si no estaba acompañado por la imagen de un poderoso. Y,  como para los infantes no hay nadie más omnipotente que un padre,  yo expandía el rumor diciendo: me lo dijo mi padre. Todas las noches de verano, antes de dormir, los chicos del barrio nos asegurábamos de tener un frasco lleno de bichitos de luz,  de esta forma los fantasmas jamás vinieron a molestarnos en sueños.
     Todo esto le parecerá muy extraño. Pero si me tiene paciencia descubrirá otro mundo dentro de este mundo. Muchos creen que es la fantasía y están en lo correcto, pero no saben que la voz de la fantasía es “el rumor”.  Mi oficio, mi verdadero oficio, ha sido crear rumores. He ayudado a cambiar la vida de muchas personas. Los enfermos terminales han muerto con una sonrisa. Fui yo quien le dijo al de la cama tres  que su esposa estaba embarazada, el pobre  no quería morirse porque no dejaba nada en este mundo. Yo le rumoreé, le hablé con la voz de su fantasía y,  por fin, esa noche pudo dejar de sufrir, esbozar su última sonrisa y cerrar los ojos.
     No, María, eso no es mentir... Sepa que la mentira carece de valor poético.  Hay quienes han querido clasificar la mentira en malas y buenas pero la mentira es el engaño. En cambio el rumor es la posibilidad. No se asombre si uno de estos días ve a la esposa del finado embarazada. Eso es el rumor.
   Quiero contarle como inicié mi gran rumor: recordará que hace cinco años el país comenzó a arder, a convertirse en llamas, la gente, nuestro pueblo, necesitaba un líder, alguien que los guiara. No confiaban en nada, nadie. Todo comenzó en una charla de café, cuando las conversaciones terminaban en desesperanza, que decidí rumorear sobre la existencia de un comandante.
   Yo inventé  al Comandante Montes.
   Sabía que no iba a creerme. ¿Porque va  a mentirle  alguien que tiene a la mosca negra rondando en la cabeza? Es importante que usted comprenda. Por eso debe saber que el rumor está en la expresión de la gente, puede verse la ansiedad en sus ojos, también la avidez. Al principio desconfían, creen que es una broma, pero, mansamente,  esperan la confirmación. Es ahí donde el oficio del rumoreador  debe estar alerta.  Para que el rumor sea  esperanza, pero por sobre todo concreción. Fue en esa charla de café que dije: - ¡Cómo! ¿No conocen al Comandante Montes? Es el que organizó todos los cortes de rutas; en Neuquén, en Salta, en La Matanza el que dirige a todos los desocupados. El que convenció a  los dirigentes sindicales para que se unieran por  la primera gran huelga general. Hube de recrearlo en las colas de los bancos, subido a los colectivos, en las salas de espera de los consultorios.
  Hasta que un día fui a pagar la boleta de la luz,  y  alguien gritó: — ¡Viva el Comandante Montes!—  Decidí corporizarlo en la cara que usted ya conoce; ojos profundos y mirada lejana, como si pudiera penetrar el pensamiento y entender sin palabras, vislumbrando donde está el bien y donde el mal. Luego busqué una frente ancha de pensador. Unos labios bien gruesos. No quise ponerle barba, los argentinos les temen a los hombres con mucho pelo. Sólo le puse un bigote. Seguidamente salí a pintarlo. Lo pinté en el Puente Pueyrredón, en las cuatro caras del Obelisco, en  el monumento a Roca, en plazas, en palos de luz, en los baños de las estaciones. Muchos creían verlo en diferentes lugares, un niño dijo a sus amigos que estaba escondido,  arriba de su casa, en el tanque de agua. Varias semanas anduvo él ejército revisando los techos buscando al peligroso Comandante Montes. 
  También, por las noches, salí a pintar sus pensamientos y los dejaba plasmados, con aerosol, en los paredones.
    Al poco tiempo, los políticos ya estaban echándole la culpa de todos los movimientos y los estallidos sociales que había a lo largo y ancho del país. Cuando más los políticos hablaban del Comandante Montes, más crecía su figura, más importante se hacía.
   Los estudiantes dejaron de preocuparse por el presupuesto para la educación y comenzaron a pedir por un cambio social más profundo. Ya no les importaba la comodidad edilicia  ni el título habilitante de la facultad y salieron a los barrios a dar clases en plazas, en villas de emergencia, en trenes.
   En los bares y en cualquier esquina, podía encontrarse algún  sociólogo, historiador o matemático disertando sobre la vida, la verdadera historia, la solidaridad. Una tarde,  viajando en subte  alguien encendió un grabador para que los pasajeros conociéramos los pensamientos de Nietzsche, Marx, Freud, Einstein. Esto se hizo costumbre y todos comenzamos a tener a mano una frase de Nietzsche.  “El cura conoce sólo un gran peligro: la ciencia”. Esa frase la escuché una tarde en el colectivo 60 el colectivero en ves de escuchar música tenia grabado al filósofo como el comandante Montes había sugerido.
      Debo aclararle que no  tuve que rumorear  su personalidad, otros rumores se encargaron de hacerlo. Porque sólo los rumores del corazón de nuestro pueblo  pudieron  crear una persona tan valiente en la lucha y tan solidario entre los que sufren. Lo proclamaron  poeta; un mensajero de alegría.
     Luego la magia y la esperanza lo hicieron santo. Los vendedores ambulantes empezaron a comercializar, en las calles, las estampitas del Comandante Montes y las mujeres, en los barrios, le encendían velas y pedían por que sus esposos e hijos  fueran valientes y dignos de estar en sus filas. También le pedían por los enfermos, por que no faltara el trabajo, hasta por algún amor incomprendido. La Iglesia, que hasta ese momento jamás se había preocupado  por los santos políticos, hizo un llamado a sus fieles devotos, para que no confundieran al diablo con Cristo. Más nada pudieron hacer, el Comandante Montes era más fuerte que el mismísimo diablo y más humano que Cristo.  Hube de inventarle una voz, esa voz firme y algo ronca; mezcla de alcohol y tabaco, bien de hombre, bien de tango  y transmití, por una radio de aficionado, los mensajes que la gente quería escuchar. También hube de interceptar los cables de las agencias de información como Walsh me había enseñado.
   María, nadie jamás ha sido capaz de rumorear como yo. Le entrego mi legado. Aquí tiene las llaves de mi casa donde encontrará la radio.  Usted sabrá qué hacer. El alma que me mueve está muy pesada. Debo dejarla”
    Luego, la mosca negra  extendió sus  alas y se posó en su frente.
    El hombre cerró sus ojos y dejó de respirar.